Desde hace 30 años que Ayacucho se muere, lentamente.
Ayacucho muere porque su futuro muere. Muere con cada niño víctima de la anemia infantil. Muere con cada madre que no tiene los recursos para alimentar a su hijo, para darle un futuro mejor. Dicen que ninguna nueva generación debería vivir peor que la anterior, pero eso no ocurre en Ayacucho. Y no ocurre porque el hambre y la anemia infantil es una enfermedad mortal.
Como toda enfermedad mortal, la anemia no se irá sola. Necesita de un tratamiento. De medicinas para ser sanada. Cuando una persona se enferma, va a un hospital y pide que un médico lo trate. Ese médico pondrá su mejor esfuerzo para sanar al enfermo. Pero Ayacucho llama a la puerta del hospital y ningún médico llega a sanarlo.
No. Los que llegan, son los políticos. Ellos deberían ser los médicos que receten la medicina correcta y dicten el tratamiento que Ayacucho debe seguir. Pero ¿lo hacen? Es evidente que no, pues nuestros niños siguen muriendo. Nuestro futuro sigue muriendo.
El tiempo se acaba y la muerte está cada vez más cerca. Los que no han hecho nada por Ayacucho, no merecen una sola oportunidad más. No sólo no hicieron nada, sino que nos han mentido haciéndonos creer que están haciendo algo. Que sus largos discursos servirán como medicina para nuestros hijos.
¿Se puede salvar a Ayacucho?
Sí, que se puede. Pero hay que hacer las cosas diferentes.
Debemos buscar nuevos médicos, especialistas y preparados que se atrevan a decirnos la verdad y que, cueste lo que cueste, logren curar a nuestros hijos, y así salvar el futuro de Ayacucho.