Ayacucho no crece, no avanza, no mejora. Capital del arte religioso, orgullo agrícola y exportador de cacao, joya turística andina que resiste y brilla. Un destino que lo tiene todo, pero que sigue sin poder surgir. Y no es por falta de recursos.
Es por falta de visión, de gestión y de voluntad política para romper con la lógica de una administración pública que lo único que busca es asegurar su propio futuro y el de sus corruptos colaboradores.
Un nuevo informe que mide qué tan bien funcionan las regiones del país —en temas como economía, salud, educación y empleo (INCORE 2025) — volvió a prender las alarmas: Ayacucho sigue abajo del promedio nacional y sin avances. Infraestructura deficiente, servicios públicos colapsados, empleo informal y, sobre todo, una gestión regional incapaz de atraer nuevas inversiones ni generar bienestar para sus ciudadanos.
Durante años, se ha hablado de potenciar el desarrollo productivo de Ayacucho. Pero la realidad es que no hay reglas claras, no hay seguridad jurídica, y no hay una política seria que le diga al empresario: acá puedes apostar. Las pocas empresas que se instalan en la región lo hacen sorteando burocracia, corrupción y trabas que desincentivan cualquier iniciativa privada.
El bienestar de los ayacuchanos está estancado por una clase política local que no supo —ni quiso— jugar el partido del desarrollo. Es hora de empezar a construir futuro. Ayacucho merece más, merece un verdadero cambio de ciclo.