Las lluvias solo aceleraron lo que todos sabían que podía ocurrir con un templo histórico en ruinas, una cornisa debilitada y una fila de ciudadanos esperando bajo el sol.
Una joven madre perdió la vida cuando parte de la fachada de la iglesia Compañía de Jesús se desplomó en pleno centro de Huamanga. No fue un accidente inevitable, fue una tragedia anunciada.
El propio monseñor Salvador Piñeiro había advertido hace meses sobre el peligro que representaba la estructura. Lo dijo claro: “Ya habíamos informado al Ministerio de Cultura, pero no recibimos respuesta.”
Solo después de la muerte, llegan las cintas amarillas, los comunicados y las promesas de “evaluar los daños”.
En Ayacucho, como en todo el Perú, las autoridades esperan que ocurra una desgracia para reaccionar. Los reportes de riesgo existen, las advertencias se repiten, pero nadie actúa hasta que hay una víctima. Y ahora, una madre ayacuchana ha muerto, dejando a un niño huérfano, mientras el Ministerio de Cultura aún guarda silencio.
Este es el reflejo de un Estado que no cuida ni sus monumentos ni a su gente. La protección del patrimonio histórico no puede estar separada de la protección de la vida, y cuando las instituciones no escuchan, la historia y las tragedias se repiten.
El cambio de ciclo de las autoridades debe comenzar con un Perú donde las advertencias no sean ignoradas, donde la prevención valga más que la reacción, y donde la vida de una madre valga más que cualquier trámite burocrático.